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  • Foto del escritorRodolfo Terragno

España, entre la audacia y la temeridad

A juicio de Maquiavelo, “la fortuna favorece a los audaces”. No siempre es así. Pero es posible que, ante un infortunio político, la audacia lleve a un acto reparador. Eso debió pensar, dos semanas atrás, el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez.



Su partido (el PSOE, de centro-izquierda) había sido arrasado por el PP (de centro-derecha) en unas elecciones provinciales y municipales que oficialistas y opositores habían planteado como un plebiscito, a favor o en contra de Sánchez.




El PP había obtenido 750.000 votos más que el PSOE en los municipios, y ganado seis de las ocho grandes capitales de provincia. Pero eso no era todo. El partido Vox —cercano el PP y en tren de ser su aliado— había emergido de las elecciones convertido en tercera fuerza. Es un partido de ultraderecha, neoliberal en lo económico, que denuesta a la dirigencias (política, y sindical), a las que denomina “castas”. Es anti-Estado, anti- inmigración, anti-feminismo y anti-aborto.


Esa noche se dijo en todas partes que Sánchez había sido “humillado”. Que nunca se repondría de ese “bochorno”. Que no salía a “poner la cara” Que era “el fin del sanchismo”.


Una multitud se reunió en Madrid para escuchar a Alberto Núñez Feijóo, jefe del PP y líder de la oposición, quien habló desde el balcón de su partido, mientras sus fanáticos agitaban banderas de España y gritaban “¡Presidente!, ¡Presidente!”.


Como dándoles la razón, Feijóo aseguró que ese triunfo era “el primer paso para un nuevo ciclo político que vamos a abrir con todos y para todos en los próximos meses”. Se refería a los siete que faltaban hasta las elecciones generales de diciembre, de las cuales supuestamente emergería el PP como el nuevo oficialismo y Feijó como presidente.


El periodismo no tardó en especular sobre lo que haría Sánchez. ¿Cómo iba a justificar la debacle? ¿Diría que el Gobierno no había sabido comunicar sus logros? ¿O que los medios de comunicación manipularon al electorado?


¿Anunciaría un cambio de gabinete? ¿Anticiparía un improvisado plan de gobierno para los siete meses que le quedan de mandato? ¿Diría, sin explicar cómo, que no sería un “pato cojo”? ¿Fingiría capacidad para soportar, durante ese largo período, el acoso parlamentario de un PP triunfalista?


A la mañana siguiente, en las radios no se hablaba sino de la hecatombe del PSOE, tema excluyente entre los analistas políticos.


Casi al mediodía, el Presidente apareció en las pantallas de televisión. Se echó la culpa de la derrota a así mismo, y acto seguido anunció que, haciendo uso de una prerrogativa presidencial, disolvería el Parlamento y convocaría elecciones generales para el 23 de julio.


Nadie lo esperaba. Fue, para muchos, tan sorprendente como perjudicial: después de semejante derrota —les parecía— lo necesario era ganar tiempo para reponerse. Anticipar medio año las elecciones supondría poco menos que un suicidio político.


Pero Sánchez sentó así (cualquiera fuese su motivación) un principio democrático: ante la derrota, someter a su gobierno directamente a la decisión del pueblo, que es el que deberá decir si quiere continuidad o cambio.


Arrebató, así, el argumento de quienes estaban preparados para decir que no había oído la voz de la ciudadanía.


Evitó, además, que su partido se sumiera en la depresión y el reparto de culpas. En cambio, sus miembros se vieron obligados a cerrar filas para una nueva confrontación electoral.


Lo que habrá el 23 de julio es, de hecho, una segunda vuelta. Tanto el PSOE como el PP jugarán a polarizar, acusándose recíprocamente de ideologías extremas, no porque las tengan en sí mismos sino por las que tienen sus respectivos aliados.


A Sánchez lo acusarán de haber presidido un gobierno de coalición con Podemos, un partido de indudable izquierda. Y de haber aceptado el apoyo electoral de un partido que llevaba como candidatos a ex miembros de la organización terrorista ETA.


Parecen argumentos débiles, pero pueden hacer impacto en parte del electorado. Se los esgrime para alentar el fantasma de una España “bolivariana”. En los hechos el gobierno de coalición no sancionó ninguna medida que no correspondiera a una centro izquierda moderada. Más aun, el PP ha acusado al PSOE de sancionar algunas leyes “copiadas” de iniciativas del propio PP.


Con relación a la ex-ETA, el apoyo recibido en el país vasco no implica asociación: el propio Sánchez sostuvo la inclusión de ex etarra en las listas era ilegal pero “indecente”, y que los antiguos combatientes debían “aportar a la vida pública un mensaje de perdón, reparación y arrepentimiento” Sánchez corre, por supuesto, serios riesgos. Si el 23 de julio el PSOE vuelve a perder (cosa que las primeras encuestas señalan como lo más probable) le imputarán la catástrofe del partido. Le adjudicarán soberbia o necedad.


Si el PSOE gana, Sanchez será exaltado como un héroe cuyo coraje y capacidad estratégica le arrebataron a la derecha un triunfo que ésta ya tenía labrado.


La imprevisible situación en la que se encuentra España, es una lección política. Cuando se está frente a la posibilidad de perderlo todo, hay que arriesgar, aun cuando ganar sea lo menos probable. No es fácil hacerlo: la resignación suele ser más comprendida.


En muchos casos, la decisión de correr un riesgo no es considerada una audacia sino un acto temerario. Se dirá que pretender la reparación inmediata es insensato; que lo atinado es replegarse, reorganizarse y esperar el momento de la revancha. Se repetirá que perder una batalla no es perder la guerra.


Pero a veces la guerra se pierde por no librar una postrer batalla.



Rodolfo Terragno es político, diplomático y periodista.

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