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  • Foto del escritorRodolfo Terragno

Violencias que reviven el pasado

El estallido de las bombas fue un eco del pasado. Fue como oír los ruidos de

aquellas otras bombas que, décadas atrás, procuraban extinguir o amedrentar a

quienes pensaban distinto.



Las llamas y los chasquidos hacían temer que el atentado fuera una forma

de iniciar la siembra de miedos. Acaso esos anacrónicos molotov, usados contra

un diario independiente, no fueran un hecho aislado.


Más allá del indigno intento de limar la libertad de prensa, lo grave sería el

resurgimiento de la violencia organizada.

La Argentina ha padecido demasiada violencia como para pasar por alto

este hecho.


Sufrimos la violencia de quienes creían que, a través la lucha armada, se

llegaría a una sociedad ideal. Y la de gobiernos que, para hacerlos desaparecer,

recurrieron al terrorismo de estado.


Fue un tiempo de odios. De odios homicidas.


En democracia, evitar la proliferación de la violencia es, ante todo,

responsabilidad de gobernantes y dirigentes políticos.


No es sensato atarles las manos a las fuerzas policiales, ni es aceptable

eximirlas de control, dejando que cometan excesos por las suyas.


Por otra parte, es un crimen declarar una guerra política. Las diferencias,

por profundas que sean, deben dirimirse pacífica y racionalmente.


La violencia se atrinchera en las grietas.


Esas grietas que se ensanchan al haber políticos que se agravian los unos a

otros con palabras lacerantes. O que intercambian imputaciones graves y falsas.


O que deforman aviesamente los hechos. O que se tiran muertos de una

jurisdicción a la otra otra, para echarse las culpas de homicidios.


El insulto no puede sustituir al diálogo.


La intolerancia, la desmesura y la violencia verbal de los de arriba aviva

malsanos sentimientos en algunos de quienes están abajo, y los impulsa a actos

violentos contra el “enemigo”.


También induce a la violencia un estado que se ata las manos frente al

incumplimiento de las leyes.


La época negra de los 70 provocó, tras la restauración democrática, una

reacción desproporcionada: distintos sectores sociales se oponen a la represión


legal de la delincuencia, porque la identifican con la represión brutal de la

dictadura.


Esto paraliza al estado, haciendo que, así no lo quiera, otorgue impunidad

a violación de la ley.


Sin duda, lo que ocurre en Río Negro y Chubut pone a la autoridad en

serias dificultades. No es fácil controlar los movimientos de una comunidad como

la mapuche, dentro de la cual milita una minoría que recurre a la violencia y

realiza ataques imprevisibles.


Sin embargo, el estado no puede caer en un falso dilema: matar o

consentir. Debe hacer, de la manera más sagaz y efectiva, que las leyes se

cumplan. Es harto difícil, pero se hará imposible si desde esferas oficiales se avala

el incumplimiento o se lo protege mediante leyes supuestamente provisorias. O si

no se unifican los esfuerzos de nación, provincias y municipios.


Los legítimos descendiente de los mapuches originarios creen defender un

derecho, pero no son una fuerza de choque. Contener a los violentos y negociar

con la comunidad es una posibilidad con chances de resolver el problema. El

estado tiene siempre recursos para compensar ciertos reclamos.


No intentarlo es provocar un enfrentamiento de mapuches con el resto de

la población, que puede traducirse en violencia recíproca. La “justicia por la

propia mano” ya tuvo esta semana una inquietante manifestación. Después de

que los violentos incendiaran casas y comercios, innominados vecinos asesinaron

un chico mapuche y malhirieron a otro.



Mahatma Gandhi alertaba que el “ojo por ojo” deja a todos ciegos.



La ceguera política lleva a penurias colectivas. Las dictaduras militares y

los gobiernos despóticos llegan siempre para “poner orden”, y lo que hacen es

estatizar la violencia.


La defensa de la paz y la democracia exige que no se deje germinar la

violencia. Que no se desdeñen las bombas contra un diario independientes. Que

no se ignoren los incendios.


Y hay, todavía, algo más complejo que ha desbaratado a gobiernos de

distintas partes del mundo: el narcotráfico, que aquí depreda Rosario.


A principios del siglo pasado, cuando en Chicago reinaba Al Capone, en

Rosario imperaban violentos personajes que, escondidos bajo folklóricos

pseudónimos como “Chico Grande” y “Chicho Chicho Chico”, convirtieron a

Rosario en “la Chicago argentina”.


Al narcotráfico no se lo combate con balas sino con acciones de

inteligencia, con policías especializadas y con la cooperación de distintas

jurisdicciones y fuerzas políticas.


Sentar que una disfunción social es un “problema de otro” (y, peor aun,

usar los fracasos temporales de ese “otro” para hostigarlo políticamente) es una

forma de consolidar la ilegalidad y la violencia.


No basta con repudiar el atentado contra Clarín, lamentarse por los

sucesos del sur y alarmarse por el mal rosarino.


Son todas simientes de árboles perversos, que amenazan con convertirse

en foresta. Frustrar su crecimiento requiere acciones solidarias e inmediatas.



La paz no admite grietas.



Rodolfo Terragno

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